Escribe Carlos Amador Marchant
“Recién en el último piso de la escala inmensa
entendí que la vida tiene un fin y un final.” Así bifurco algunas sílabas
recientes salidas a la intemperie.
Hace unos días nueve representantes de la plástica,
la mayoría identificados con la
Escuela de Bellas Artes de Valparaíso, exponen en una sala
(gigante) del Parque Cultural del puerto (ex Cárcel). Se trata de Orielle
Bernal, Patricia Lagos, Edgar Del Canto, Nicolás Reyes, Luisa Ayala, Francisco
Olivares, David Heredia, Erich Birchmeier y Jesús Barrios. El curador de la
muestra es el escultor Henry Serrano:
Cada uno entrega una propuesta distinta, entendida
desde las percepciones macro urbanas y hasta una visión profunda del cosmos y
la existencia misma. Salvo en el caso de Del Canto, los trabajos son de gran formato
y manifiestan esa cosmovisión y experiencia de años en este ejercicio. Son
artistas de trayectorias, muchas veces opacados por el poder de universidades.
De ahí el slogan que han utilizado: “No estamos muertos…andábamos de....”. Pero
creo que ni eso es cierto. Lo real es que este tipo de muestras sirven para dar
a conocer lo que muchas veces se extravía en el tráfago, y que al mismo tiempo
el público echa de menos. Si a esto le agregamos que son pocas las “verdaderas”
escuelas de Bellas Artes que quedan en el mundo, debemos culminar en una
reflexión profunda en cuanto al cuidado y preservación de “esta especie”. Por
cierto estamos informados de los vaivenes sufridos al paso de años de servicios
donde, incluso, mentes inescrupulosas han pretendido cerrarla.
La idea surgió de una Clínica realizada por Justo
Pastor Mellado.. ¿Cómo trabajar una clínica con gente que ya ha tenido un largo
camino recorrido en las artes plásticas?. Difícil tarea que al final, alineada,
atracó en buen puerto. Es decir, los resultados están a la vista.
Hay un esfuerzo compartido donde cada artista se
zambulló a sí mismo y vio en ese plasma las escaleras que estaban faltando. Y
este esfuerzo o fuerza interna es, precisamente, la que urge en cuanto a que la
ciudadanía del puerto y de otras latitudes, sientan de cerca.
Sin embargo, en esta ocasión me referiré al único
trabajo que se expone a ras de suelo. Su autora: Luisa Ayala. ¿Qué es esto?, se
preguntarán muchos, se preguntaron, se preguntan, tal vez.
Es probable que en primera instancia esta obra que
mide 11 metros
de largo por 4 de alto, haya sido diseñada y propuesta para la muralla. Sin
embargo, el “comité creativo” (los hay en todas las instancias) determinó
dejarlo en el suelo. Sobre esto se deben haber argumentado miles de razones, o tal
vez una sola. No se sabe a ciencia cierta. Lo concreto es que al final terminé
encontrándoles razón. Aunque no del todo, en el real contexto. Comprenderán
esto una vez que nos centremos en este trabajo que está hecho de retazos con
géneros pegados, cosidos sobre sacos, y que a la larga (como muchos deben
imaginarse) no termina siendo una mera decoración.
En esto que la artista denominó “Reconstrucción
necesaria” logramos acercarnos a los atisbos que la maestra porteña mantuvo por
largo tiempo y que transformó en una obra de arte. El título del trabajo, y que
Luisa Ayala quiso interponer para su identificación, en el Chile de hoy denota
palabra gastada, mal usada y hasta “plena de falsedad”. En cambio, esto
requiere de una detención para su análisis, toda vez que este país necesita
llegar a este proceso, pero ahora “de verdad”.
Ayala expone a Chile, desde su nacimiento, desde la
etapa de su gestación. Los colores vertiginosos que introduce con retazos de
telas, con ropajes cortados en partículas, o desde una manga de camisa o pierna
de pantalón, concentran todo ese camino avieso que hace, precisamente, dar
origen a una nación sin identidad propia, con una confusión extrema y, por
consiguiente, con una idiosincrasia perdida o lejana.
La artista quiere acá entrelazar la geografía chilena
con su acontecer histórico, entregando colores y estampas que denotan el
sufrimiento de su gente y las generaciones. En varios pasajes vemos flotar el
mapa patrio, esa larga y angosta faja, cosida, cocinada, repicoteada en su
bruma. Pero de igual manera observamos el estallido de la diversidad, que a la
larga no es más que una estampida multiforme que representa el complejo
escenario donde se ha desenvuelto la nación. Es todo confusión. Chile, para la
artista, es un país de confusiones. Ella muestra en algunos extremos unas manos
blancas que pretenden detenerlo todo, y sin embargo éstas se pierden en el
laberinto.
Ayala también nos trae sus ya acostumbrados paquetes,
que en trabajos anteriores de menor formato han entregado la escena de los
desaparecidos en distintos períodos de nuestra historia: dictaduras, guerras
internas, guerras externas. En consecuencia, el minucioso y arduo trabajo que
muestra no está ejecutado desde la perspectiva política, sino más bien desde la
observancia profunda de una nación de la cual ella es hija, y desde donde bucea
para encontrarse.
Es probable haberle puesto el título de: “Chile
confuso-difuso”. El denominado “Reconstrucción necesaria” tiene su
acierto, debido a que es la renovación como ley de vida.
El Chile que muestra Ayala es el Chile de las
atrofias y mezquindades. Pero además es la tierra donde nacimos y donde nos
desarrollamos, con sus desiertos, campos y hielos.
La muestra es atractiva por su diversidad. Aquí hay
un llamado a continuar exponiendo para el ávido público porteño y de más allá.
En otras palabras, el Proyecto Catalepsia podría (y debe) crecer hacia otras
latitudes. Creo que así lo interpretan sus ejecutores. Es así como lo
interpretan (también) los que siguen a estos artistas en el histórico puerto de
Valparaíso.
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